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Los recursos ambientales tienen un precio de mercado

By Homer Dávila posted 02-11-2012 02:11

  


Por


Msc. Geóg. Homer Dávila G*

 

Bajo el título «The Tragedy of Commons»[1], Garret Hardin da a conocer a la comunidad internacional acerca del problema del manejo de los recursos comunes, o aquellos recursos que pertenecen a todos y no pertenecen a nadie; basándose para ello en el ejemplo del matemático William Forster Lloyd, quien en 1833 introduce el concepto de uso excesivo de los recursos comunes; tras notar que un terreno de pastizales que era un bien común para varios usuarios, tendía a ser sobreexplotado por cuanto cada uno de los usuarios buscaría incrementar sus rendimientos, introdujendo más y más cabezas de ganado, lo cual a fin de cuentas provocaría dos cosas: un mayor rendimiento y productividad a corto plazo para el usuario, pero a la vez una pérdida del recurso suelo y pasto a largo plazo, induciendo a que todos los demás usuarios perdieran también dicho recurso.

 

Hardin va mucho más allá. Su planteamiento es quizás uno de los más sabrosos y enriquecedores para quienes estudian el problema de la contaminación y del valor de los recursos ambientales.

El problema de estudio radica en que mientras los recursos sean colectivos, los individuos con su afán de obtener mayores ganancias, provocarán un serio deterioro del recurso común.

Hardin es claro: «La libertad de los recursos comunes resulta la ruina para todos», ello nos permite ver que mientras los recursos que comúnmente solemos llamar de «todos», si no se realizan controles sobre ellos, estos tenderán a ser aprovechados por todos, empujando el recurso al mismo precipicio: la tragedia de los comunes.

Como se verá, ha sido común desde hace siglos creer que existen recursos que nos pertenecen a todos, tales como los recursos ambientales (el agua, aire, el paisaje, los bosques etc.), razón por la cual éstos quedan a expensas de que se de la tragedia de los comunes.

 

Ahora bien, ¿qué sucede cuando «todos» son dueños de un bien, pero nadie quiere asumir los costos por el deterioro de ese bien? La respuesta es una sola. El recurso tenderá a desaparecer, pues pertenece a la naturaleza humana el querer cosechar donde jamás se ha sembrado. La historia ha demostrado que el ser humano siempre se siente más atraído por las cosas fáciles que por el trabajo duro. Esto es así, porque el trabajo consume esfuerzo, tiempo y sacrificio, por lo cual el camino más fácil será siempre el de querer acceder a lo gratuito antes de aquello que tiene un precio de mercado.

Los trade-off[2] del mercado hacen que estos usuarios de bienes comunes quieran privatizar las ganancias, pero distribuyendo las pérdidas. Esto es así, las externalidades serán negativas en el tanto que el recurso siga siendo común o público.

 

Pero ¿cómo acabar con las externalidades negativas si seguimos creyendo que existen bienes comunes y de acceso libre? Esto sólo podría lograrse si acabamos con el precepto de que los bienes ambientales son de acceso común. Aún resulta bastante duro la anterior afirmación. Y no es para menos, desde niños nos enseñaron a que todas las personas tienen el mismo derecho de gozar de los recursos públicos o bienes comunes como el parque nacional, los ríos o de respirar el aire puro. Esta misma creencia es la que ha llevado a la humanidad a que sobreexplote los recursos, tales como los ambientales; pues presupone que como no son de nadie, entonces son de todos y por tanto mi derecho debe ser igual al de los demás.

 

El mismo artículo 50 de la constitución política de Costa Rica atenta contra los recursos ambientales, pues hace ver que todos tenemos el derecho a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado. Pero ¿qué quiere decir sano y ecológicamente equilibrado? Significa legitimar la creencia de que los bienes ambientales son comunes y de libre acceso, es decir: nada.

Los recursos ambientales no tendrían que ser un bien común, sino un bien regulado por las reglas del mercado; es decir: un bien mercadeable.

Quizás muchas personas se asusten tremendamente al saber que un bien como el agua, o un árbol o quizás el acceso a un parque natural pase a ser un bien mercadeable. Pues argumentarán que al ser de todos, nadie puede erogarse el derecho de ser dueño de ése bien.

 

También habrán otros que digan que los bienes ambientales son tan valiosos que jamás podría ponerles un precio. Otro error sociológico, creer que los bienes naturales no tienen un precio.

Para refutar tal afirmación tomaremos como ejemplo el uso del agua potable en las ciudades. Tanto usted como yo y como la mayor parte de las personas que cuentan con servicio de agua potable, están aceptando un precio de mercado para el recurso agua. En el mayor parte de los casos, las tarifas que cobran las instituciones u organismos por brindar el servicio de abastecimiento de agua potable son mediante una tarifa impuesta de forma administrativa. Queramos o no, muchas veces los impuestos son la mejor forma de controlar el uso indiscriminado de un recurso.

El ejemplo del agua potable es solamente uno de tantos que existen en el mundo. Y como se ve, dicho bien efectivamente tiene un precio y es altamente mercadeable.

 

¿Se ha preguntado alguna vez el porqué existe tanto desperdicio de éste recurso sí además de preciado, posee una tarifa? En el caso costarricense, la tarifa que se cancela por el abastecimiento de agua potable está subvalorada, es decir, la gente está pagando mucho menos de lo que vale el recurso; por lo cual al pagar menos, es lógico que el bien esté perdiendo calidad o se esté poniendo en riesgo su perdurabilidad  y por consiguiente el principal afectado sean todos los usuarios de ese bien que hemos llamado inconscientemente «común».

Es por tanto urgente que impongamos reglas de mercado para el acceso a estos bienes. El peligro principal no es que las personas accedan al bien común; sino mas bien que al hacer uso de éste bien, se generen externalidades negativas para con los demás usuarios. El fin del recurso por sobreexplotación o la contaminación es lo que debemos evitar a toda costa. ¿Cómo lograrlo? Una de las salidas es imponer un precio de mercado a dicho bien, tal y como se hace con el mercado del agua, o bien el mercado de contaminación con gases de infecto invernadero.

 

La coyuntura radica en que para lograrlo es necesario acabar con la idea de que los recursos no son de nadie y a la vez son de todos, permitiendo también que se pueda poner un precio a los recursos no tradicionales como es el ambiente. El objetivo final será la protección y el uso sostenible de ellos.

 

Ledyard[3] (1987, p.185) indica que «El mercado es una institución capaz de hacer que las decisiones económicas en la sociedad se tomen de manera coordinada y eficiente» ya que por medio de «un sistema de precios se brindan verdaderas señales acerca de la escasez de los recursos y obliga a los individuos a dar los mejores usos a los recursos con el objetivo de maximizar su bienestar económico.»

¿Pero cómo acabar con el desperdicio o contaminación de un recurso ambiental? Es ahí cuando intervienen los llamados incentivos económicos para el infractor.

 

Según Hanley, Shogren y White (1997)[4], la base de los incentivos económicos es aumentar los costos de evadir el control de la contaminación bajo un escenario de flexibilidad que deje abierta la posibilidad de que el agente contaminador tome decisiones que impliquen un mínimo costo de ejecución.

 

Casos tan recientes y relevantes como es la explotación minera del oro o bien del petróleo o gas en Costa Rica serían un magnífico laboratorio para poder echar andar estas tareas. Si tan solo la sociedad costarricense supiera cuál es el precio de mercado de los yacimientos auríferos que posee el país o bien de los bosques, y de la biodiversidad; tendría las herramientas necesarias para estimar si una explotación generaría pérdidas o ganancias. Esa es la ruta que debemos elegir y no la que personas de ambos bandos llaman a tomar.

 

El caso de la explotación de oro en la mina Crucitas propiedad de la canadiense Infinito Gold, bajo la cual pesa la sanción de un juzgado que obliga al estado de retirarle la concesión minera, es uno de esos ejemplos que deben ser analizados con lupa. ¿Cuánto valían los recursos ambientales (aire, agua, suelo, biodiversidad, paisaje), sociales y culturales antes de que se aprobara la concesión a Infinito Gold? –hágase ver que ese valor debe referirse a un precio de mercado en moneda- ¿Cuánta sería la ganancia para el estado costarricense por permitir dicha explotación? ¿En qué momento se puso en una balanza esto? Si las ganancias que dejaría la explotación minera son inferiores al valor de mercado de los recursos ambientales allí alterados, entonces ¿por qué se aprobó dicha concesión? Si por el contrario las ganancias en moneda que generaría el proyecto para el país eran mayores que el valor de esos recursos ¿por qué se canceló la concesión? ¿Quiénes son los responsables de que esto suceda?

 

Evidentemente los responsables somos todos. La sociedad costarricense sigue desconociendo el valor de mercado de sus recursos y ante tal situación, estamos en una clara desventaja, porque no sabemos si los negocios que hacemos son buenos o malos para los intereses del país.

 

También existe una enorme responsabilidad en ambos bandos, por un lado los que dirigen el país han querido maximizar las ganancias con recursos que a nadie le han costado, sin saber si siquiera, si lo que están dando en concesión vale más de lo que se generará con dicha explotación; y también los que se oponen a todo, argumentando que todo está plagado de intenciones oscuras, afirmando que todo lo que se realiza en Costa Rica tiene que ser dañino para el ambiente, sin que haya existido fundamento alguno.

 

Es así como volvemos a la misma encrucijada que nos ha tenido atascados durante años, la inopia y la ignorancia o bien las ganas de sacar provecho de lo que no nos costó nada.

Por ello, es necesario que las sociedades comprendan:

  1. Es urgente que los bienes sean valorados con precios de mercado mediante las técnicas propias de la economía ambiental.
  2. Que se establezcan las tarifas que limiten el uso de los bienes, para así evitar la tragedia de los comunes.
  3. Que se ponga en una balanza-ojalá analítica- todos aquellos proyectos u obras que podrían generar impactos relevantes para la sociedad costarricense (la construcción, minería, la actividad piñera, entre muchas otras)
  4. Que la evaluación Ex – ante incluya la valoración económica del ambiente y no solamente la Evaluación de Impacto Ambiental.

 

Y para concluir de forma justa a este tema, es necesario recalcar lo que afirmaba Hardin: «El análisis del problema de la contaminación como una función de la densidad de la población descubre un principio de moralidad no siempre reconocido; específicamente: que la moralidad de un acto es una función del estado del sistema en el momento en que se realiza.» Y que además: «equilibrar el concepto de libertad de procreación con la creencia de que todo el que nace tiene igual derecho sobre los recursos comunes es encaminar al mundo hacia un trágico destino»

 


Sii no se le pone un precio de mercado a los bienes ambientales que ofrece la isla Quiribrí, fácilmente se destruiría dicho ambiente. La tragedia de los comunes. Fotografía. H. Dávila 2011.


Así como el atractivo del volcán Arenal genera recursos, de la misma forma tiene un precio de mercado que fácilmente se vende a los miles de turistas que visitan la zona año con año.

 

Bibliografía

 

[1] G. Hardin. "The Tragedy of Commons" en Science, v. 162 (1968), pp. 1243-1248.

 

[2]  C. Smith.  Mito: El liberalismo clásico es anti-ecológico en prensa. (2010)

 

[3] Groves, Theodore and John Ledyard, "Incentive Compatibility Since 1972." In Groves, Theodore, Roy Radner, and Stanley Reiter, eds., Injonnatzon, Incnliv., and Economic Mrchanzsmm: Essays zn I-lonor of Leonzd I-lunuicz. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1987

 

 

[4] Hanley, Shogren y White. 1997. Enviromental Economics: in theory and practice. Chapter 12 an 13. Macmillan Tex in economics. 1997

 

 

_________________

 

 

* Geógrafo y máster en geología.  Miembro de la Association of American Geographers - AAG-   e-mail: hdavila@geogroupcr.com  

 

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